lunes, 12 de octubre de 2009

Los niños del "Proceso"


El siguiente es el texto completo de la ponencia que presenté en las jornadas del II Seminario Internacional Políticas de la Memoria "Vivir en dictadura. La vida de los argentinos entre 1976 y 1983", realizado en Buenos Aires, los días 5, 6 y 7 de octubre de 2009.

Los niños del "Proceso"

Introducción
Nací en 1964, tenía 12 años en 1976 y 18 en 1982. Mi generación pasó toda la adolescencia bajo el “Proceso” (nosotros no le decíamos dictadura, la palabra Proceso ya tenía una connotación negativa implícita: en la única acepción en que la conocíamos era como sinónimo de gobierno militar).
Por haber sido una niña en los 70 no supe de gobiernos democráticos, ni populares, ni liberación o dependencia. Sí sabía, porque mi mamá era peronista, que Perón había estado proscripto y exiliado, que volvió, fue Presidente y después se murió. Recuerdo perfectamente el día, en el patio de mi escuela, con algunos chicos llorando y otros burlándose. También sabía, porque mi papá era anticomunista, que había guerrilleros, que eran peligrosos, y que los militares nos protegían de ese peligro.
No recuerdo el día del golpe de estado, no recuerdo nada del gobierno de Isabel. Sí recuerdo el Adiós Sui Géneris, evento que por primera vez me hizo sentir que estaba terminando algo que yo no había tenido tiempo de conocer: conocí de su existencia el día que se separaron, como si fuera una metáfora de mi ingreso al mundo público, al mundo adulto, justo en el momento en que este mundo se estaba cerrando sobre sí mismo. Aunque esto lo pensé décadas después.

Recuerdos sueltos
Como todo lo que pasaba no tenía sentido a mis ojos infantiles, y tampoco había algún adulto que lo explicara para mí, la mayoría de mis recuerdos de esos tiempos recién adquieren importancia muchos años después, cuando por alguna circunstancia, generalmente azarosa, caen en un terreno de significado que les había estado negado por décadas.
- la escuela: la escuela de la dictadura era una dictadura en pequeña escala, con normas, uniformes inquebrantables, pelo corto para los varones, atado y con vincha para las mujeres. Nos prohibían el jean (que en esa época llamábamos vaqueros), se ve que era alguna especie de símbolo demoníaco. Las normas de conducta eran estrictas, el silencio parecía ser un valor en sí mismo, de tanto imponerlo: silencio en la formación, silencio en clase, silencio cuando habla un profesor. El criterio era bastante militar: uniforme, silencio, saludo, respeto. Aprender para después ser. Mientras tanto no éramos.
Nos resistíamos como se resiste cualquier adolescente, por el solo hecho de que alguien pretende ponerle un límite. En ningún momento percibimos la diferencia cualitativa de esos límites que nos estaban imponiendo. No teníamos con qué comparar.
- el hogar: Lamentablemente, muchos hogares se inscribían en este mismo modelo, el mío entre ellos. El modelo social autoritario era aceptado naturalmente, sin filtro, sin cuestionar. Mis padres en sí no tenían una conducta autoritaria, pero tampoco se oponían a ella ni nos administraban medios para que nos protegiéramos nosotros, los niños. La moral social y la moral familiar iban de la mano, apuntaladas por la moral escolar. El discurso dominante en la sociedad se replicaba tranquilamente. Estábamos atrapados.
- el barrio: era lo mejor, pasábamos horas en la vereda, era el único territorio que nos pertenecía a los jóvenes: la vereda. Ni la casa, ni la calle. Ni el adentro ni el afuera. Una delgada franja de libertad, inofensiva aparentemente. No cuestionaba las normas del adentro, de lo íntimo, de las casas y las familias, pero era parte de ellas. Tampoco cuestionaba las normas del afuera, de la sociedad, de la ciudad, no reclamaba ciudadanía ni derechos, pero estaba ahí, afuera y adentro a la vez. Ahí vivíamos los adolescentes, en la puerta de nuestras casas, una puerta que no se decidía a abrirse ni a cerrarse. Las madres nos llamaban para adentro con un grito. Nadie nos llamaba hacia fuera. Estábamos en una especie de limbo.
- las advertencias: las únicas advertencias de estar transitando zona de peligro eran las referidas a las posibles bombas de los “subversivos” en calles y escuelas. No sé las veces que me lo deben haber dicho, que no toque ni levante ningún paquete del piso, que podía ser una bomba. Nunca me advirtieron acerca del peligro de las redadas policiales, estaba muy naturalizado y era percibido como protección frente a un peligro mayor, el de los atentados con explosivos.
Entre paréntesis, algo similar sucede ahora, con el miedo a la inseguridad: la gente está feliz de resignar derechos con tal se ser supuestamente protegida. Como entonces, el peligro mayor al que nos enfrentamos es aquél que no vemos como tal.
- el espacio público: a mis 14 años empezaba con las primeras salidas nocturnas y mi única preocupación era a dónde iba a ir y quiénes iban a estar. De día viajaba sola, en colectivos y trenes; de noche, mi papá me pasaba a buscar en el horario convenido, también en colectivo porque nunca tuvo auto. El temor eran las razzias: podía llegar la policía a cualquier local bailable, pizzería, etc. Paraban con un colectivo en la puerta y al que no tenía documentos o les presentaba alguna resistencia o conducta sospechosa, lo subían al colectivo y los padres tenían que ir a retirarlo a la comisaría.
No le dábamos mucha importancia a estas cosas, eran más bien una molestia, cuya consecuencia más grave iba a ser que después nuestros padres no nos iban a dejar salir el fin de semana siguiente. Ninguno de nosotros veía el peligro de esto, ni tampoco nos parecía raro. Era la policía y era lo que los policías hacían. El curso natural de las cosas en una sociedad que estábamos aprendiendo a conocer ya con esas reglas. Los comentarios entre el grupo de amigos giraban en torno a lo único que nos importaba: la música, los bailes, los enamoramientos. El resto, eran obstáculos a esquivar.
- el mundial 78: era el acontecimiento más importante de todos para nosotros, los chicos y adolescentes, que nos vestíamos con los colores de la selección y gritábamos goles como si nos fuera la vida en eso. El día que Argentina salió campeón, el colegio estalló en un festejo, todos corriendo y saltando en el patio, era también la liberación dentro de un espacio que había hecho culto del silencio y las normas de buena conducta. Nos dábamos cuenta de que los directivos y profesores acompañaban con su silencio nuestro festejo, o por lo menos que no nos lo prohibían.
Pero el recuerdo más vivo que tengo de ese día es el de la jefa de preceptores, que me agarró de un brazo, interrumpiendo mis saltos y cantos, y suavemente me dijo: no esperaba esto de vos, sacate esa vincha argentina, no hay nada que festejar. Por supuesto que no lo entendí y me pareció que era una vieja amarga que no se alegraba del triunfo, además de ser otra más que esperaba de mí una conducta ejemplar. Me llevó años darme cuenta de lo que esa mujer había querido decirme, cuánto miedo habrá sentido que no pudo hablarme claramente.
- la ingenuidad: uno de mis tíos se fue de la casa, sin previo aviso.  Dejó a su familia y no lo vimos más; nadie sabía qué le había pasado (años más tarde supimos que se había ido con otra mujer). Recuerdo haber acompañado a mi tía a la comisaría de Morón para hacer la denuncia de paradero desconocido y también recuerdo que no se la quisieron tomar. Le explicaron que había muchos casos de gente que se iba y no se sabía dónde estaba, que vuelva a su casa y que espere. Ni mi tía ni nadie de la familia interpretó cabalmente esta negativa a tomarle la denuncia, el comentario familiar fue que en la policía no le dieron bola, y chau, se conformaron.
- los chilenos: En la casa de mis primos vivían unos chilenos, amigos de ellos según yo sabía. Trabajaban juntos fabricando muebles, se reían, hacían asados. En ese entonces mi primo mayor ya estaba viviendo en Brasil, desde el 76. Y nosotros, los más chicos, solamente sabíamos que antes había estado preso en Devoto y que cuando salió se fue, por precaución. Mi otro primo era el que trajo a los chilenos. Nunca se me ocurrió preguntar (ni nadie me dijo) quienes eran los chilenos. Muchos años después supe que uno de ellos había cobrado una importante indemnización en Chile. Recién ahí caí en la cuenta de que mis tíos y mis primos les habían abierto su casa a unos militantes perseguidos en su país. No sé ni cómo se llaman, creo que nunca supe los nombres.

Lo narrado hasta ahora puede ser muy conocido para muchos, para mis contemporáneos. Puede ser ingenuo para otros,  para los un poco mayores, que tenían más idea de lo que significaba vivir en dictadura. También puede ser novedoso para los menores, que no tienen recuerdos propios de esa época o para los que nacieron en democracia y dan por sentado que nadie les puede decir cómo vivir sus vidas.
Pero lo terrible es que para nosotros, los que nos formamos como personas en esos años, los que salimos a la vida en los años de la muerte, nada de esto era percibido como tal. Nada era raro, todo era natural, y por lo tanto, siniestramente absorbido por nuestras personalidades.
El fantasma que me persigue es pensar qué hubiera sido de mí si no hubiera encontrado los medios para resistir a semejante formateo.

El poder
La pregunta que surge inmediatamente es ¿por qué este intento de sujeción de nuestras voluntades, que abarcó todos los territorios públicos y gran parte de los privados, no obtuvo el resultado por ellos esperado, a saber, que nos formáramos de acuerdo al molde?
¿Qué se interpuso entre estos propósitos y el resultado obtenido?
Hay una tendencia general a pensar que el poder se ejerce desde arriba, o desde afuera, cuando en realidad el poder, entendido como capacidad para conducir conductas, está especialmente radicado en nuestros actos privados, aún los más pequeños y aparentemente ajenos a su injerencia. Pensándolo así, se facilita la visión de las instituciones actuantes en su carácter de dispositivos, conductores de conductas y formadores del tipo de subjetividad necesaria para la re-producción del poder. El poder produce sujetos, sujetos sujetados a un orden de discurso y a un tipo de sociedad determinado. Dicho de otro modo: están sujetados al orden específico que los constituye como sujetos.[1]
Este poder, asimismo, opera constituyendo un régimen de verdad, el cual no es separable de las estructuras económicas y sociales del capitalismo, no es un pensamiento que pueda abstraerse, sino que es una de las condiciones para el desarrollo capitalista. La dictadura tuvo un discurso, construyó un régimen de verdad, y este régimen de verdad a su vez era condición para su propio sostenimiento en el poder. Es un círculo que se retroalimenta hasta que, en algún momento, las numerosas fisuras provocadas a ese discurso de poder por acción de las múltiples resistencias terminan quebrándolo.

Las resistencias
Ahondar en la investigación de esas resistencias es una de las tareas principales para una revisión crítica de esos años. No sólo en las resistencias organizadas como tales, políticas, sindicales, artísticas, culturales, sino también (y especialmente) en las resistencias cotidianas, los actos privados, la transmisión intrafamiliar, y aún más, las resistencias que no sabían que lo eran.
Aquí está el hilo que me interesa destacar en esta trama de poder, y es justamente el hilo de las resistencias. Me importa particularmente preguntarme cuáles fueron las resistencias, aún aquellas más veladas y temerosas, que se nos transmitieron a quienes éramos niños en esos años y que nos permitieron armar resistencias propias a unos dispositivos de subjetivación tan generalizados.
Para ello me parece relevante esta segunda mirada sobre las mismas circunstancias, que tienen por escenarios la escuela, la familia, el barrio, el espacio público, revisándolas dentro del marco filosófico – político de las relaciones de poder. Resignificar los propios recuerdos, ponerle fin a la marea de recuerdos sueltos. Ponerles un hilo, un sentido, una dirección: Esto quisieron hacer de nosotros, y no lo lograron.
En este caso, lo autobiográfico narrado es simplemente un ejemplo, que permite preguntarnos qué sucedió en nuestras sociedades, con tantas personas que fueron (fuimos) profundamente afectados por estos dispositivos creadores de una subjetividad funcional al poder. Y muy especialmente, qué pasó con los niños, en quienes este formateo de la subjetividad fue coincidente con una etapa de la vida en la cual estaban surgiendo sus (nuestras) personalidades.
¿Hubo resistencias a ese poder totalizante? Sí, las hubo. Más articuladas, menos articuladas. Más explícitas, menos explícitas. Estuvieron, acompañando cada paso del poder, tejidas en su misma trama, inseparables.
Quizás haya preguntas que vayan a quedar siempre pendientes, con respecto a esta trama muchas veces invisible de las resistencias. Son las muchas preguntas que hay que seguir preguntándose. Y, a lo mejor, resulte que este territorio esté mucho más poblado de lo que aparenta, con infinidad de gestos, de actos, de ejercicios de libertad, de amor, de generosidad. Que se derramaron a expensas del poder, usando los carriles y los caminos abiertos por el poder, subvirtiendo el lenguaje y el discurso del poder y, finalmente, desmantelando ese poder.
Algo resistió dentro nuestro, algo que tiene mucho que ver con las risas, las caricias, las tardes de sol mientras leíamos poemas, la calidez de la amistad, la ensoñación infantil. Pero también esas resistencias circularon a través del amor, un amor que nos tuvo a su cuidado, un amor difuso, no personalizado. El pequeño gesto de una docente que me sacó de un festejo vergonzante. O cuando mi papá me escuchó una vez, repitiendo unas palabras que alguien había dicho a favor de la política de Martínez de Hoz, y me dijo simplemente: no repitas lo que oís, hay mucho que no sabés.
Todo eran indicios, medias palabras, susurros agarrándome del codo.
Esas resistencias fueron transmitidas, circularon. De mano en mano, de boca en boca, entre los miedos, pero a pesar de los miedos, con timidez,  con audacia, con vergüenza o con orgullo.
Esas resistencias son las que hacen posible que hoy pueda estar acá, agradeciendo a quienes dieron su vida en la lucha por ese mundo mejor. Y decirles que sé que es gracias a esa lucha que hoy puedo estar acá, entre los que se oponen a la injusticia y a la opresión, y no haberme convertido en uno de los opresores.
Gracias, compañeros, por permitirme estar acá.




[1] Foucault Michel, El sujeto y el poder, (Traducción de Santiago Carassale y Angélica Vitale), www.scribd.com/doc/7232918/Foucault-Michel-El-Sujeto-Y-El-Poder

2 comentarios:

Eduardo Bernasconi dijo...

Llegue a Brasil en Abril de 1976. Quería viajar antes pero la caída de Isabel hizo con que las fronteras argentinas permaneciesen cerradas por algunos días. Me estaba yendo de un país con gobierno “democrático” y lo hice durante una “flamante” dictadura. Mi sentimiento entonces era que las cosas iban a mejorar momentáneamente. No porqué supiese algo sobre el asunto, más por fuerza del sentimiento popular: nadie aguantaba más a esa tipa. Así simple, de forma bruta, sin mucha elaboración de ideas. Como fue siempre en mi país. Merecía el rechazo popular porque nos iba mal a los argentinos.
Antes de Abril de 1976 yo acumulaba tantas derrotas que creí ciegamente que debía salir de un país que me metió preso por estar en una esquina esperando un colectivo (aquel sábado de mañana en que hubo un acto en desagravio de la “masacre de Trelew”) yo ni sabia de que se trataba – fui a parar a Devoto por algunos días – era durante el gobierno del general Lanusse. Tuve suerte, si hubiese sido después del 76…..
Me tenia que ir porque me ponía los pelos de punta tener que salir de la facultad por la ventana y esquivar los canas que la cercaban para reprimir a nuestros compañeros estudiantes de comunistas que cada día ganaban mas lugar en el poder de la UTN. Comenzaron así: cerrando las puertas – nadie entra, nadie sale – en defensa de la “libertad”. Me tenía que ir porque me llevaron como al ganado a protestar contra el decano por la Avenida Corrientes y ante mis ojos mataron a cuatro adentro de un Falcon. Me tenía que ir porque empezaron a cambiar los profesores. Nos ligamos una reforma académica, se fueron a la basura media docena de materias y entraron otras con profesores nuevos y todo. Algunos de ellos muy útiles a la causa pero sin luces para el encargo. De entrada me pelee con uno que se había recibido el año anterior, sin ninguna experiencia, trabajaba en un banco y precisaba empezar a ser ingeniero. No sabia la mitad de lo que yo había aprendido solo. Me pelee porque yo quería aprender y él no sabia como hacer para dar una materia que a mi me interesaba mucho. Pero la que me dio el último empujón fue Isabel desde el balcón de la Rosada. Nos aumentó el sueldo 100% y el mismo día en la fábrica nos anunciaron la reducción de la producción en casi 50%. Cuentas que no cierran pueden ser dejadas de lado un tiempo pero nadie es tan estúpido para no saber que algún día aparecerán las consecuencias. No esperé, me vine a São Paulo sabiendo que las cosas iban a agravarse en mi país. Norberto siempre me recuerda eso: cuando te fuiste dijiste que se iba a venir una brava y acertaste. No soy ningún genio, estaba claro. Tuve la triste oportunidad de ver como los dos lados cometieron errores, vi como mataron inocentes. Nunca sentí tanto miedo en mi vida. Pude medir la impotencia del individuo que se ve en el medio de un tiroteo por casi nada. Y concluí temprano que seria una masacre. Desde afuera las cosas se ven mas claras y las dimensiones parecen ajustarse mejor a la realidad, es como mirarse en el espejo. Uno sin espejo no consigue ver la propia anchura. Nunca tomé partido por uno u otro lado, sabia que ambos estaban errados y que esa disputa iría empujar a los argentinos para abajo. Hoy hay gente que se siente mejor, como siempre hubo, siente que está menos oprimido, y creo que es verdad. ¿Pero no se pasaron para el otro lado? ¿No se les fue la mano?
Deje a mi madre, hermano, tíos y primos, estos últimos todavía niños, que crecieron en pleno “proceso”, que empezó antes de 1976. Me duele profundamente saber como los marcó. Sobre todo a los niños. En el fondo siento que debería haberlos traído conmigo. Pero veo que yo también estoy marcado. En fin, no sé si podría haberlos salvado.

Graciela Calvelo dijo...

Hola Edu! Me emocionó leer tu historia, no te contesté antes porque no había visto tu comentario. Nos debemos tantas charlas!!!
No te sientas mal por nosotros, es cierto que estamos todos marcados... y cada uno hace, CON sus marcas. Pero en lo personal, no reniego de lo que viví, creo que uno ES por esa suma de actos cotidianos. Y me siento bien, y soy una mujer feliz con lo que es.
Vos te fuiste y armaste tu vida allá, no exenta de sacrificios y dolores, empezando por el dolor de alejarte de tu entorno y de tus seres queridos.
Cité algunas historias como al pasar, para pintar el mundo extraño en el que me tocó crecer.
Te mando un abrazo gigante y espero que nos podamos ver pronto.
Graciela